17 de febrer 2008

Sobre la sustitución de las vidrieras de la Capilla de la Trinidad de la Seo de Mallorca

diariodemallorca.es 17-2-2008
JOSÉ MORATA. PROFESOR DE HISTORIA DEL ARTE DE LA UNIVERSITAT DE LES ILLES BALEARS
Imágen de las actuales vidrieras de la Capilla de la Trinidad
Hace mucho tiempo que considero necesario un debate sobre el patrimonio artístico en Mallorca. Si no se ha dado es por la ausencia de interlocutores verdaderamente implicados y no de simples voceros de decisiones mediatizadas. Frente a la imposición, la única salida ha sido la polémica superficial y anecdótica. Usar el patrimonio como excusa, para lograr unos objetivos de otra índole, daña globalmente a una visión cultural y profunda y, a menudo, deja el campo libre a actuaciones tan discutibles como las objeciones en su contra. La ausencia de reglas y la banalidad de los argumentos utilizados provoca silencios cada vez más cómplices, aunque mantengo que el absentismo, generalizado en los temas de patrimonio, deriva de la convicción de que no hay nada que hacer frente a lo que se impone. El silencio no siempre otorga, a veces es el resultado de la experiencia estéril de la protesta. Ahora, no me mueve la esperanza de que las razones puedan modificar las decisiones, sino el rechazo absoluto a cualquier forma de impostura.
Me produce una gran tristeza intelectual la descalificación inconsistente de las actuales vidrieras de la Capilla de la Trinidad de la Catedral por parte de varios colegas. Que la experiencia, de años, como historiadores les lleve a opiniones tan peyorativas y alejadas de una crítica razonada me hace suponer que les guían razones espurias. Les recuerdo algunas obras realizadas por el taller de Amigó. En la vertiente de la restauración neogótica: las vidrieras para la catedrales de Barcelona, Ciutadella y Lugo; y, para las parroquias de Santa María del Mar y Santa María del Pino, de Barcelona. También, en la capital catalana, en proyectos contemporáneos, las vidrieras del Monasterio de las Salesas, del Paraninfo de la Universidad y de Casa de les Punxes. En estas obras, Amigó colaboró en proyectos dirigidos por Joan Martorell i Montéis, Elies Rogent o Josep Puig y Cadafalch, entre otros. Y podría señalar más, aunque pienso que ya es suficiente. Se trataba de un taller de artesanos cualificados con un conocimiento perfecto de las técnicas, en consonancia con la renovación de artes y oficios de la época en Cataluña y otras zonas europeas. Su trabajo se adaptaba a la naturaleza del encargo y al ámbito en el que éste se concretaba. Cuando actuaban en los edificios góticos mencionados, el responsable de las trazas, fuera el que fuera, se inspiraba, a veces miméticamente, en los grandes modelos de la arquitectura gótica, hecho evidente en los ventanales laterales de la Capilla de la Trinidad, introduciendo, en otros, rasgos claramente neogóticos, como ocurre en la central. Hacían unas vidrieras como durante siglos habían realizado otros artesanos que sólo los expertos conocen a medias. Eran fieles a su destino y a su tiempo y lo hicieron con unas convicciones artísticas que les impelían a creerse un humilde eslabón de una cadena que los enlazaba con el gótico. Puede que estuvieran equivocados, no es posible recuperar lo genuino. Como el ángel de W. Benjamín, hoy sabemos que el mirar al pasado tiene mucho de inquietante y turbador. Seguramente seguían a Viollet-le-Duc, del que recomiendo una lectura atenta de sus escritos, más allá de la famosa frase, sacada del contexto, que ha permitido todo tipo de descalificaciones. Podemos alegar que nos hubieran complacido más unas ruinas o edificios incompletos, pero estoy seguro de que sin las denostadas restauraciones decimonónicas seríamos diferentes, más pobres en disfrutes y percepciones; en contrapartida, ¡sólo los estudiosos sabemos cómo complican una investigación histórica! Por tanto se puede disentir de sus razones y discutir los resultados pero no negar que se sustentaban en el estudio, la reflexión y el trabajo bien hecho. En las actuaciones más afortunadas, el resultado lumínico de las vidrieras neogóticas era, y sigue siendo, idéntico al que se percibe en sus antecesoras medievales. Y qué decir del aspecto técnico: sus obras no necesitaban el seguimiento y las restauraciones de obras mucho más recientes. Me produce perplejidad que, en el proyecto presentado, se prevea su mantenimiento porque, secularmente, éste se suponía implícito en la pericia del arquitecto, del artista o del artesano, que aspiraban a que el objeto de su trabajo durara por sí mismo. Sin duda, hubieran considerado infamante esta coletilla y no hubieran logrado superar el estupor de que se considerara un valor añadido, como si se tratara de una maquinaria al uso. Pese a lo dicho, debo deducir, por lo leído, que las vidrieras actuales no merecen ni atención, ni respeto, sino invectivas.


Como historiador del arte estoy firmemente convencido de que forma parte de nuestras obligaciones facultativas el juzgar libremente las manifestaciones artísticas. Consciente de que es la tarea más difícil de nuestro trabajo, exijo para ejercerla la máxima coherencia. Las afirmaciones inconsistentes son para los aficionados o para los artistas que, fuera de toda ironía, pueden y deben hacer lo que quieran con la tradición y con la historia. Pero nunca son aceptables en el ámbito de los profesionales. No entiendo las continuas y variopintas alusiones a la luz en la arquitectura gótica y, todavía menos, las puntualizaciones sobre el carácter de la misma en la obra de Gaudí. Puedo pensar que debe ser porque tengo mi sensibilidad embotada por los años. Intuyo la posibilidad de superar mi torpeza cuando aparecen las referencias a Suger de Saint Denis, pues confío en que su magnífica inteligencia iluminará mis limitaciones. Pero la decepción es manifiesta: no logro establecer la posible relación entre su pensamiento y las intenciones del proyecto que nos ocupa. Por lo tanto, perdido, decido volver al docto abad. Sus descripciones de las obras en Saint Denis no están exentas de un respeto a lo antiguo. Las partes más oscuras de la antigua iglesia subsisten en relación con el mayor grado de iluminación que procuran los ventanales del nuevo ábside y el resultado es una gradación de la luz. La penumbra se puede definir como la sombra débil entre la luz y la oscuridad, que no deja percibir dónde empieza la una o acaba la otra. Admirablemente sutil, Suger jamás hubiera propuesto una luz de claridad cegadora. Necesitaba la luz natural transformada. Las transparencias, reflejos y brillos sólo tienen sentido si se producen en la penumbra. La luz que entra por los ventanales es tamizada y amainada por los infinitos fragmentos de color y de formas. Apenas ilumina, luce y vibra, como la que procede de las velas y hachones, hasta hacernos olvidar su procedencia. La extraordinaria poética de Suger tiende a convertir lo natural en artificial. Cada color minúsculo de una vidriera, cada brillo procedente de oros, piedras preciosas y mármoles se concreta en una miríada de fragmentos lumínicos que sólo tienen sentido salpicando la penumbra. El rebote de esta luz atomizada e inestable desvela, a medias, las tinieblas y difumina la rotunda corporeidad de los elementos físicos que vislumbran etéreos como un indicio misterioso de esta gran luz, platónicamente inalcanzable, que es la Divinidad. Animado por lo que entiendo son las ideas del abad, decido volver a mi ofuscación perceptiva. Revivo mis experiencias en Saint Denis, Chartres o la Sainte Chapelle, en días grises o soleados, y todo encaja. Creo que no me equivoco: lo leído y lo vivido coinciden. Me propongo no juzgar a la arquitectura sólo por planos, alzados y cortes; acudir, si puedo, a las fuentes, sin intermediarios o con los mejores de ellos; y confrontar lo aprendido con lo percibido. Finalmente, evoco la sensación lumínica y cromática actual de la Capilla de la Trinidad. ¡Se parece tanto a la sentida en otras partes que, por un momento, me olvido de los que contribuyeron a crearla!


Pese a los intentos de presentar el proyecto de nuevas vidrieras como un logro de restauración teológica, el discurso no logra ocultar que, en realidad, se plantea como una pura manifestación de la creatividad contemporánea. Abona mi opinión el desprecio a lo preexistente y la altanería de las valoraciones positivas de la propuesta. No me interesa terciar en la vieja querella entre los antiguos y los modernos, renovada secularmente en la dualidad nuevo/viejo, pero comentaré algunos aspectos del artista elegido. Se aduce que ha tenido relación con figuras de la arquitectura contemporánea: Le Corbusier, Tadao Ando, Alvaro Siza o Richard Meier, para dejar caer, a continuación, que algunos fueron galardonados con el premio Frate Sole, creado por Ruggeri. Que yo sepa, la cortesía de un espíritu sensible otorgando un premio no implica unívocamente su cualidad como creador. Buen gusto tenía, pero ecléctico, habida cuenta de las diferencias conceptuales que presentan las obras de estos arquitectos. Tampoco creo que una válida y respetable trayectoria garantice la bondad de un determinado proyecto. Puede ser, según los casos, un indicio, pero no una patente. La creación de los artistas presenta altibajos y sólo la obra de los genios -hay poquísimos en toda la historia- parece escapar a esta servidumbre. Al final debemos enfrentarnos a cada caso único y concreto. Vayamos pues a la obra que se nos presenta. No comparto las opiniones de sus defensores. Se ha dicho, por ejemplo, que es muy buena estéticamente, pero no comprendo el sentido de tan categórica afirmación. También ha merecido muchos comentarios su discutible carácter simbólico. Y aquí vuelve a aparecer Suger. Tengo en cuenta la profundidad de su pensamiento y las dificultades interpretativas que derivan del latín medieval, pero creo entender su mensaje que he intentado reflejar, sintética y toscamente, en el párrafo anterior. Sin embargo, pese a mis esfuerzos, no logro establecer ninguna relación entre las opiniones del abad y el proyecto de Ruggieri. Los elementos físicos en los que parece anclarse una lectura trinitaria no existen y la interpretación mística que se propone es vacía y artificial. Expresar o percibir simbolismos en la abstracción es tan difícil como oír la música que deseaban comunicar en sus cuadros Kandinski o Nolde, aunque me puedan subyugar sus obras por otros muchos motivos. No lo hacen las vidrieras que se nos presentan ¿o debería decir imponen? Tampoco lo expuesto por sus defensores. Bastaba decir que se hacen porque sí. El reconocimiento de la autoridad deriva de la adhesión, cuando no, de la admiración, del que piensa, escucha o observa. El poder se impone, sin más.