19 de març 2010

Ramon Llull, navegante del siglo XIX

diariodemallorca.es 19-3-2010
JOAN RIERA
RIERA.DIARIODEMALLORCA@EPI.ES Pablo Neruda los coleccionó, junto con miles de conchas, en su casa de Isla Negra. El escritor dedicaba poemas a la María Celeste y se ensimismaba con La Guillermina o La sirena de Glasgow. Mascarones de proa con el nombre de las embarcaciones con las que surcaron mares. Imágenes "titulares y tutelares" de los navíos que las ostentaban. Vigías impertérritos de madera dura y colores vivos.
Mallorca, volcada al mar por necesidad, tuvo sus artistas navales. No solo tallaban los mascarones sino que pintaban los barcos y moldeaban los adornos de proa y popa. Su labor se extinguió con el siglo XX, cuando la madera dejó de ser la materia básica utilizada en los astilleros y las corrientes estéticas funcionalistas eliminaron la ornamentación.
El gran historiador del mar que fue Joan Llabrés i Bernal cita a tres profesionales, aunque hubo otros, " este arte lleno de rudeza y tosquedad, sin influencias, sin pretensiones, arte sin vuelo". Enric Estades trabajaba a mediados del siglo XIX en la calle de la Marina, actual Antoni Maura, y entre las embarcaciones en las que dejó su sello estaba el bergantín Sebastián Gumá. Josep Rosselló, mestre Pep de sa Torre, abrió taller en la plaza de ses Draçanes y en 1886 decoró el Nuevo Corazón, una embarcación que un siglo después fue hundida –un pecado más sobre nuestras conciencias– en la bahía de Palma para crear un arrecife artificial. Su discípulo Josep Fullana decoró el Miramar, trágicamente naufragado en las costas de Galicia el 9 de febrero de 1918.
La llegada de la marina de vapor sentenció de muerte a los mascarones de proa. Los existentes se pudrieron con sus compañeros de navegación salvo que encontraran una mano amiga como la de Neruda. En el Museu de Mallorca se conserva el del Lulio, una embarcación de la Isleña Marítima que fue botada en 1871. Ricardo Anckerman dibujó la figura barbada del beato Ramon Llull. En 1880 el vapor tuvo una colisión en el puerto de Barcelona. El mascarón sufrió desperfectos y no volvió a ser colocado. Afortunadamente fue acogido en el entonces museo de la Societat Arqueològica Lul·liana. Seguro que, de haberse conocido, el filósofo mallorquín hubiera hecho buenas migas con el poeta chileno.