diariodemallorca.es 5-5-2009
EVA ACOSTA Todos tenemos algún rincón de la ciudad que despierta en nosotros un afecto especial. Y con frecuencia ocurre que no se trata necesariamente del sitio más espectacular o el que obtendría la mayoría de los votos en un "top ten" de bellezas urbanas. Tal vez lo que hace únicos a estos lugares sea que los asociamos a una sensación o un recuerdo. Los seguidores de Carlos Garrido sabemos lo importantes que son los detalles, aparentemente menores, en el conjunto armónico de una ciudad tan hermosa como Palma. Pues bien: si junto a uno de esos detalles hemos experimentado una vivencia o un sentimiento placenteros, casi seguro que pasarán a la memoria como algo singular. Por eso cuando alguno se encuentra amenazado sentimos como si la amenaza también fuera contra nosotros.
Llámenme egoísta, pero el itinerario no ya estético sino sentimental de la ciudad es algo personal e intransferible; como ocurría con el romance del conde Arnaldos, sus claves sólo pueden darse "a quien conmigo va". Porque, ¿cómo transmitir algo tan simple y, al mismo tiempo, tan íntimo? Además, esos rincones son de una fragilidad exquisita y tienen la calidad de lo efímero y lo esquivo. Están sometidos a los aspectos más pedestres de la vida ciudadana: sobre todo el ruido y la multitud. Demasiados viandantes, demasiados vehículos... Y, desde luego, también están sujetos a otros perniciosos males del siglo como la especulación o la simple estupidez "a la moderna". Por eso los momentos en que se da con uno de ellos en el instante y con la luz perfectos, resultan preciosos. Claro que nuestros rincones no son como la explosión predecible de un géiser en un parque natural; no funcionan de forma automática y repetida. Nos basta con saber que una vez, gracias a ellos, experimentamos algo distinto; que al pasar por aquella calle o aquella plaza, a la sombra de aquella iglesia o junto a aquel jardín, y quizá sólo durante unos segundos, una vez la vida nos sorprendió con su color más intenso.
Uno de "mis" rincones palmesanos es el puente que salva el torrente de Mal Pas. Como buena parte del Terreno y la Bonanova, hoy día ha quedado mocho, encajado en asfalto y en medio de una arquitectura poco clemente. Pero su piedra sigue viva, y a veces lo rodea una vegetación que lo dignifica y evoca un paisaje ya perdido. Lo he cruzado viendo cambiar las estaciones del año, esquivando coches o como única ocupante de su estrechez. Y casi siempre en él he sentido una gota de tiempo quieta, olvidada, por suerte, en el ritmo urbano como el insecto en el ámbar. Dicen que el puente corre peligro de derrumbarse. Ignoro los detalles técnicos, pero lo que sí sé es que sentiría perder ese istmo de geografía mínima que va de Robert Graves a Francesc Vidal Sureda. Ese puente de mediados del XIX que aún no ha caído como hicieran tantas cosas, y casas, de nuestra ciudad.