diariodemallorca.es 18-8-2008
BÁRBARA PASTOR (*) Quien diga que el mural de la Seu es un fraude se equivoca.
Es la obra de un prestidigitador: donde el espectador ve berenjenas, el artista hizo penes; donde el espectador ve moluscos, el artista hizo vaginas. Y donde el obispo ve a Cristo, el artista se pintó a sí mismo.
Lástima que le obligaran a quitar sus testículos y su pene, pues ahora todos sabrían a qué me refiero sin necesidad de explicar nada más.
Este mural no es una obra de arte, es una jugada política con as en la manga. Quienes han movido ficha no han sido ni el pintor ni su marchante. Han sido los Intocables, esa estirpe de rancio abolengo que sigue moviendo los hilos del poder que huele tanto a podrido. Pero como dijo Vespasiano, Pecunia non olet... y seguía recaudando dinero de las letrinas. Todo gira en torno a lo mismo. A millones de euros, que el artista se ha embolsado con sonrisa de oreja a oreja al ver que ha ganado la partida a una panda de idiotas que lo adoran como si fuera un genio. Seguramente tiene orgasmos cada noche al pensar lo bien que salió el negocio. Lo único que tuvo que hacer fue persistir y no tirar la toalla: llamó hasta tres veces a la puerta de la Catedral hasta que por fin dijeron "sí, adelante" a su petición caprichosa de "o lo hago en la Catedral o en ningún sitio". Y la nobleza empezó a ponerse nerviosa, el niño les salió autoritario. A partir de ese momento, los títeres fueron ellos.
Vitrales. No han sido aprobados por el Cabildo Catedralicio, y sin embargo ahí están. Mostrando su negrura a quien quiera verla. No hay nada que interpretar en ese retablo de barro y mucho menos en los vitrales. Mentira, burla y escarnio. Y todo, con el beneplácito de quienes solicitaron el reconocimiento del artista más grande de nuestra isla. Estaban convencidos de que era un genio (lo que nadie sabe es que mientras en el retrete se morían de la risa, de repente les llegó el estreñimiento). Pero ya es tarde para que la Iglesia acepte que ha cometido un error. La dignidad lo impide.
Lo que yo lamento es que, cuando acaricio la cabeza del dragón del coro de la Catedral, o cuando toco la verja del presbiterio que hizo Gaudí me invaden sensaciones que, fuera del sentimiento religioso, transmiten un mensaje. Cuando menos, honestidad. En cambio, al tocar la boca de pez o rozar mejillones manchados de sangre, me invade le vacío. La nada. Porque detrás de todo esto no hay nada. Sólo espectáculo, el alimento del que se nutren los buitres.
He puesto mis cinco sentidos -y uno más- para encontrar lo que uno cree buscar cuando acude ante una obra genial. Pero en el pan de oro del sagrario más propio de Indiana Jones puedo ver, solamente, un resto de arena que se escapa entre mis dedos. ¿Quién y cómo restaurará los pedazos que se caigan cuando el artista no quiera saber nada de aquellos que le pagaron y ahora se sienten engañados? Sería conveniente que algún lacayo convenciera al artista de que deje un manual de mantenimiento si no queremos hacer el ridículo. Y me incluyo, porque yo he nacido en esta isla. Me incluyo, porque yo he llorado ante ese mural del siglo XV que el artista ha condenado con el pecado de la soberbia, y que mi abuelo quiso restaurar cuando yo era niña y le llegaba a la altura de sus rodillas.
Pero no teman. No he escrito estas líneas para decir que el mural de barro es un fraude. No soy tan ingenua. Y el artista no es tan imbécil como para convertirse en carroña sin obtener algo a cambio. Algo muy serio hay detrás de este mural. La clave secreta, nadie la conoce todavía. Os aconsejo que, bien escondidos tras la cortina de un confesionario, paséis una noche en la Catedral para percibir lo que los ojos normalmente no ven. Este mural dará mucho que hablar. No por lo que dice, sino por lo que calla.
No quisiera estar en la piel de quienes sonreían en la foto de prensa como embajadores del arte del nuevo siglo. No quisiera estar en la piel de la tríada capitolina que actúa bajo la égida de Atenea. Menudo gol ha metido el artista a quienes -estúpidos de ellos- además del dinero han puesto la cama. No critiquemos al artista por haber hecho una obra que provoca náuseas. Al contrario, admiremos su astucia por haber sido capaz de entretenernos a todos enseñándonos cómo creaba su obra con puñetazos y guantes de boxeo. Mientras tanto, él iba a lo suyo trabajando en silencio cuando nadie le estorbaba para ir excavando el pasillo subterráneo que le conduciría la lugar que buscaba desde que era un niño. Y lo encontró. Agarraos bien los huevos, señores.
Olé, artista, por tus cojones. Envidio tu capacidad para haber dicho tanto sin apenas abrir la boca. Que en la ONU te vaya bonito, aprovecha mientras puedas. Y ten cuidado, que no en todas partes hay bobos. La máscara, al final de una comedia, acaba por caérsele incluso al mejor payaso.
(*) Escritora. En breve publicará
una novela cuyo argumento gira
en torno a la creación de la capilla
del Santísimo de la Catedral